"Si
bien hay una euforia de paz que se traduce en eslóganes o en frases
de cliché que se repiten por todas partes, cuando se profundiza un
poco en lo que hay detrás de esos eslóganes o en los aspectos que
esas frases superficiales eluden, aparecen muchas preocupaciones."
Colombia
ha vivido en los últimos 4 años una búsqueda de acuerdo de paz
entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, luego de 60 años de
conflicto armado que ha dejado muchos millones de víctimas y ha
llevado a la degradación progresiva de la guerra en muchos aspectos.
Este proceso ha ido revelando progresivamente los laberintos, a veces
sin salida, en que es necesario internarse para buscar acuerdos de
paz. El país ha vivido ya 33 años de procesos de paz fracasados
durante el último ciclo de violencia, sin contar las negociaciones,
acuerdos y eliminaciones de ex combatientes de ciclos anteriores que
se identifican con las mismas causas. Una larga tradición demuestra
que los acuerdos no se cumplen y que los combatientes rebeldes son
eliminados tras el desarme, pero no sólo ellos sino las fuerzas
sociales y políticas que les son cercanas.
Hace
pocos días se firmó en La Habana un documento que define el
penúltimo de los 6 puntos de la agenda acordada al comienzo de los
diálogos, incluyendo ya el compromiso de un cese de fuego bilateral
y supuestamente definitivo. Sin embargo el país se encuentra
profundamente polarizado por el crecimiento y poder creciente de
posiciones políticas de extrema derecha. Parece que reviven las
posiciones de la Guerra Fría, potenciadas por el monstruoso poderío
económico de un empresariado multinacional que defiende rabiosamente
sus intereses excluyentes con medios muy poderosos.
Si
bien hay una euforia de paz que se traduce en eslóganes o en frases
de cliché que se repiten por todas partes, cuando se profundiza un
poco en lo que hay detrás de esos eslóganes o en los aspectos que
esas frases superficiales eluden, aparecen muchas preocupaciones.
Algunos analistas más críticos llaman la atención sobre ciertas
contradicciones como las siguientes:
1)
Se percibe un doble lenguaje: en uno de ellos se afirma que el
proceso no se ha enfocado como una rendición de rebeldes
delincuentes sino como un reconocimiento de una guerra que tenía
raíces sociales y en la cual los dos polos cometieron crímenes; el
otro lenguaje, usado por el gobierno fuera de la mesa de diálogos,
tiene todo el enfoque de la rendición, la derrota y el sometimiento
a una legalidad y una estructura de poder supuestamente democrática.
El gobierno y la clase dominante repiten que el proceso es fruto de
un triunfo militar del Estado que ha doblegado a la guerrilla y la ha
obligado a sentarse a la mesa de negociación.
2)
Aunque en los formalismos de la mesa de negociaciones se aceptó
discutir las raíces del conflicto, sobre todo en los temas de tierra
y democracia, predominó la negativa rotunda del gobierno a tocar en
lo más mínimo el modelo económico y el modelo político, quedando
todas las propuestas relativas a esas raíces del conflicto como
“salvedades” o “constancias” de lo que fue imposible
discutir. El gobierno repite que no negocia el modelo vigente y que
sólo invita a la guerrilla a que, una vez dejadas las armas, se
presente a los debates electorales para solicitarle a la sociedad que
apoye sus propuestas de reformas. Esto sería normal si hubiera
democracia, pero el gobierno sabe que mientras no reforme el sistema
electoral, uno de los más corruptos del mundo, y el sistema de
propiedad de los medios masivos de información, ni la guerrilla ni
ningún movimiento de oposición podrá conquistar triunfos
democráticos.
3)
Muchas polémicas interminables llevaron finalmente a los rebeldes a
aceptar la simetría de trato a los combatientes de ambos lados,
desconociendo la gravedad enormemente mayor de los crímenes de
Estado y las características del delito político y del derecho a la
rebelión. También tuvieron que aceptar la inmunidad de los ex
presidentes frente a la justicia y la ruptura de las
responsabilidades de mando, ambos principios consagrados en el
Estatuto de Roma cuyo desconocimiento refuerza y amplía la impunidad
rutinaria.
4)
El desarrollo de los diálogos ha producido perplejidad en las capas
más conscientes de la sociedad, al comprobar que el Estado ha
recurrido simplemente a la negación de los obstáculos más grandes
para la paz, considerándolos como inexistentes o realidades del
pasado ya superadas: el paramilitarismo, la doctrina militar del
enemigo interno y de la seguridad nacional y la criminalización de
la protesta social. Nadie puede entender tampoco que las
negociaciones no hayan llevado a un acuerdo sobre la reducción de la
fuerza armada del Estado sino más bien a anunciar que esa fuerza se
va a aumentar y a reforzar. Todo el mundo se pregunta: ¿si es verdad
que se acaba la guerra, por qué el monstruoso gasto militar no se va
a acabar sino a aumentar?
5)
El recurso a la justicia transicional, que ha sido el punto de
llegada en el tema de las víctimas del conflicto, uno de los
aspectos más polémicos y que más tiempo han consumido en las
negociaciones, no deja tranquilos a numerosos analistas de ambos
lados. Se pactó una Jurisdicción Especial para la Paz, diseñada
por un grupo de juristas de alto nivel, dentro de los criterios
básicos de la justicia transicional. Supuestamente el derecho
nacional no operará allí sino sólo los tratados internacionales;
habrá magistrados también extranjeros; los que confiesen crímenes
internacionales, sean guerrilleros, militares, empresarios u otros,
tendrán penas alternativas y no de prisión, y los que no confiesen
serán condenados a prisión. La fórmula ha sido elogiada por muchos
aunque se critica la violación flagrante de algunos artículos del
Estatuto de Roma para favorecer a los gobernantes. Sin embargo dicha
fórmula alberga dos principios que pueden dar al traste con las
escasas expectativas de justicia: los principios de priorización y
de enfoque hacia los máximos responsables. Ya hay aplicaciones en
curso de esos principios por parte de la justicia colombiana, frente
a modalidades concretas de genocidio, que anuncian la utilización
corrupta de esos dos principios, como mecanismos privilegiados de
impunidad. Esto hace mirar el acuerdo de justicia con reservas.
6)
En general, las motivaciones de disuasión que han sido utilizadas
para promover los acuerdos de paz, descansan en gran parte en la
imposibilidad práctica de lograr cambios sociales por medio de la
lucha armada, dado el poder monstruoso y apabullante de las armas
estatales respaldadas por el poderío imperial de mayor alcance
destructivo en la historia reciente de la humanidad: los Estados
Unidos. Brilla por su ausencia, sin embargo, toda consideración
ética de los clamores y sufrimientos que llevaron a levantarse en
armas a los combatientes contra el Estado. El discurso político
predominante es pragmático y egoísta y muestra indiferencia
arrogante por posibilidades reales de justicia. Los discursos del
Presidente Santos en el exterior han insistido, ante todo, en una paz
que beneficiará a los empresarios e inversionistas transnacionales,
quienes podrán intensificar su extracción de recursos naturales,
pero entre tanto su gobierno reprime con una violencia cruel las
protestas sociales de las comunidades afectadas por la destrucción
ecológica y social que han causado y siguen causando esas empresas
multinacionales.
Desde
la extrema derecha se condena el proceso porque favorece la impunidad
de los rebeldes, seguramente responsables de no pocos crímenes de
guerra, pero desde el movimiento popular se teme más a la impunidad
de los poderosos y de los agentes del Estado y del paramilitarismo,
cuyos crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidios superan
enormemente en cantidad y en crueldad los crímenes de la insurgencia
y su impunidad se traduce en la continuidad de un poder represivo que
seguirá afectando a los sectores más desprotegidos de la sociedad y
bloqueará con violencia las reformas sociales que se reclaman con
urgencia.
A
pesar de los esfuerzos formales por construir un Estado de Derecho,
sobre todo desde la Constitución de 1991, el poder real lo sigue
ejerciendo una minoría poderosa articulada a intereses
transnacionales, llegando a configurar un Estado esquisofrénico en
el cual lo formal se apoya en lo legal y lo real se apoya en las mil
redes clandestinas de violencia paraestatal cuya relación con el
Estado es negada rotundamente por los funcionarios del régimen y los
medios masivos de información.
La
primera experiencia reciente de justicia transicional la realizó un
gobierno de extrema derecha –el del Presidente Álvaro Uribe- en
2005, mediante la ley 975 llamada paradójicamente “Ley de Justicia
y Paz”. Hubo entonces una negociación con los paramilitares,
quienes a todas luces apoyaron su candidatura a la presidencia. Luego
de negociaciones con los líderes paramilitares más connotados,
obtuvo su sometimiento a una justicia indulgente en que la pena
máxima fluctuaba entre 5 y 8 años aunque los crímenes atroces en
cada caso sumaran muchos millares. Supuestamente se desmovilizaron
32.000 paramilitares autores de 42.000 crímenes atroces pero sólo
fueron condenados a las penas mínimas 22 de ellos y casi todos están
en libertad desde 2015. A esa estrategia de negociación con grupos
que no podían identificarse como delincuentes políticos puesto que
eran agentes clandestinos del mismo Estado, el ex Presidente Uribe
añadió otras estrategias para que el paramilitarismo continuara
activo: la configuración de un paramilitarismo legalizado,
vinculando a varios millones de personas a tareas de guerra mediante
redes de informantes y cooperantes y remodelando los estatutos de las
compañías privadas de seguridad para vincularlas a tareas bélicas
como auxiliares de la fuerza armada oficial. El paramilitarismo
ilegal, en grandes franjas, retornó muy pronto a sus acciones
criminales con sus mismos objetivos, a saber: persecución a todo
movimiento social o de protesta mediante escritos de clara
inspiración contrainsurgente, anticomunista y fascista; respaldo
incondicional al gobierno y a sus fuerzas armadas; apoyo a las
empresas transnacionales cuya destrucción ecológica denominan
“progreso”, y sustento financiero en las redes más poderosas del
narcotráfico. El gobierno ha acuñado para ellos nuevas siglas que
los inscriben en la delincuencia común ajena a toda relación con el
Estado. Hoy se articulan y coordinan con calculada astucia las
franjas legales y las ilegales del paramilitarismo, cobijadas por un
lenguaje que las cubre con la negación rotunda de su existencia.
Desde
el comienzo de las negociaciones actuales, las FARC habían afirmado
que jamás se someterían a la justicia colombiana, dada su extrema
corrupción, su responsabilidad en la impunidad monstruosa de los
crímenes más atroces del Estado y del paramilitarismo y su
desvergonzada parcialidad y dependencia del régimen, conceptos que
comparten grandes franjas de población que consideran la justicia
como éticamente colapsada. Muchas fórmulas se propusieron para
buscar imparcialidad, incluyendo la creación de una corte penal
regional apoyada por regímenes progresistas de América Latina. Y
mientras la insurgencia buscaba estructuras judiciales más
independientes, los agentes del Estado eran atormentados por la
evaluación de lo ocurrido en otros países que emitieron leyes
audaces de impunidad para militares y funcionarios, leyes que fueron
posteriormente invalidadas por tribunales internacionales. El ex
Presidente César Gaviria lanzó una carta pública pidiendo que se
blindaran de manera definitiva las medidas de impunidad, para
protegerlas de un eventual desconocimiento posterior por tribunales
internacionales o por las mismas cortes nacionales, por ello el
Acuerdo incluye también unos mecanismos de blindaje hacia el futuro,
no sea que tribunales internacionales o nacionales puedan desconocer
lo acordado. Esos blindajes no dejan de ser frágiles y en su
análisis se descubre con mayor contundencia la dependencia del
derecho respecto a la política y a los vaivenes de los poderes de
turno.
En
el momento en que escribo aún no se ha firmado el Acuerdo
definitivo, pero ya se piensa que el proceso es irreversible y que en
pocas semanas se convocará a la ceremonia solemne de la firma. Se ha
concertado ya un calendario de entrega de las armas a las Naciones
Unidas y de concentración provisional de los guerrilleros en 23
zonas rurales mientras comienzan a implementarse los diversos puntos
de los acuerdos. Como lo reconoce el cerebro de las negociaciones de
parte del gobierno, lo que se firmará no es propiamente la paz sino
un cese de fuego. La paz habrá que comenzar a construirla,
principalmente en las zonas en que la guerra ha sido más intensa. La
polarización es muy grande en este momento y muchos opinamos que,
mientras no se solucionen las raíces más profundas del conflicto,
como son la extrema desigualdad, la concentración de la propiedad de
la tierra, la falta de democracia y la criminalidad estatal tendiente
a reprimir toda protesta social y a destruir todo movimiento de base
que busca modelos alternativos y justos de sociedad, el conflicto se
puede reactivar sin que sean previsibles sus consecuencias.
Es
necesario anotar, que el Acuerdo no se va a firmar, por el momento
sino con la guerrilla de las FARC. La otra guerrilla que tiene
importancia numérica e histórica: el Ejército de Liberación
Nacional, no ha logrado aún llegar a acuerdos mínimos de agenda
para iniciar el diálogo con el gobierno, aunque ha dado pasos
significativos.
Javier
Giraldo Moreno, S. J.
Roma, julio 4 de 2016 -
Roma, julio 4 de 2016 -
Publicado en: http://www.javiergiraldo.org/spip.php?article257
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