sábado, 17 de diciembre de 2016

IVÁN DAVID ORTIZ PALACIOS CONTADOR DE HISTORIAS Y ENCANTADOR DE ESPERANZAS. Por: Jeritza Merchán Díaz

Hoy 17 de diciembre de 2016, ochos eternos y tristes años luego de tu partida física, esta historia se sigue contando, de diversas maneras, con muy distintos intereses, con muchos olvidos conscientes; no obstante, las narraciones de resistencia continúan…porque esas fue las que tu Profe, nos enseñaste a descubrir, investigar, estetizar, humanizar, contar, contar y seguir contando. Mientras continuemos vivos, junto contigo, SEGURO, las seguiremos narrando. 

Por: * Jeritza Merchán Díaz, conocedora del interés del Profe por elaborar una secuencia de cuentitos cortos sobre la historia de la Unión Patriótica, atrevidamente pretende de alguna forma cumplir este objetivo, con esta mini-narración que ni estilística, ni estéticamente cumple con los requerimientos de un cuento elaborado; pero que por su sentir y su trascendencia es parte de una realidad que nos toca a todos, aunque usualmente solemos olvidarlo.

IVÁN DAVID ORTIZ PALACIOS CONTADOR DE HISTORIAS Y ENCANTADOR DE ESPERANZAS *

Mientras observaba aquellas paredes desvencijadas, el suelo húmedo, el techo con más perforaciones que el colador del café, trató de acordarse de la letra de las casas de cartón ¿cómo dice…? algunos apartes: …niños millonarios de lombrices… Usted no lo va a creer pero hay escuela de perros para que no muerdan los diarios… mientras el patrón hace tiempo, mucho tiempo está mordiendo al
obrero…; le fue imposible recordar más, pues su ojos casi se desorbitan cuando hallaron sobre un morro de pared un pedazo de afiche que intentaba tapar un hueco por donde se colaba el frio, nítidamente se leía UP, aunque los colores no conservaban su matiz original aún sugerían un amarillo esperanza y un verde… un verde… también se le olvidó el nombre preciso. Salió de su ensimismamiento cuando entró él, casi arrastrando los pies, un hombre canoso, un poco encorvado, con unos ojos limpios y una sonrisa amable le dijo:
– Pensé que ya no vendría hombre, lo estuve esperando la semana pasada, creí que le había dado miedo.
– Buenos días don Aparicio, no, no tengo miedo, estoy más firme que una gelatina ¡ja, ja, ja! Lo que pasa es que prohibieron la salida de buses para este lugar, solo hasta ayer retornó la normalidad, bueno si a esto se le puede denominar normalidad.
Con esa bondad innata que marca a los que menos tienen, Aparicio ofreció tinto y un pedazo de arepa, él dudó; si lo rechazaba quizá se interpretara como menosprecio, pero si lo recibía dejaría muy seguramente a la niñita que lo miraba como suplicante sin “sus medias nueves”.
Finalmente tomó la decisión:
– No gracias don Aparicio acabo de tomar algo en el pueblo, mientras esperaba quien me trajera hasta acá.
La niña sin decir una sola palabra agradeció con sus ojos; sin más reparo tomó el pocillo y el pedazo de arepa y comenzó a comer con una avidez extrema, no se podía arriesgar a que de pronto la decisión fuera cambiada.
– Me dijo mi esposa que usted quiere que yo le cuente historias, ¿cómo qué clase de historias?, yo me sé muchas, pero no de esas que traen los libros, sino las de verdad, las que uno vive.
– Ah, sí, gracias don Aparicio, se trata precisamente de esas las que yo quiero escuchar.
Hizo su presentación formal, su nombre, su trabajo, su interés en el tema, comentó algo de su investigación y para dar mayor seguridad a su interlocutor le mostró algunos textos que ya se han publicado sobre el asunto.
– No, no, hombre guarde eso, ¿como se le ocurre andar con esas vainas por aquí?, es peligrosísimo.
Se sintió avergonzado, ¡cómo pudo estar tan lejos de la realidad¡, muy seguro pensaba que luego de veinticinco años las cosas eran diferentes, el país había cambiado, ahora era “más tolerante”, las instituciones respetuosas de los derechos humanos, las autoridades más efectivas para hacer cumplir la Ley, había “seguridad”, bueno eso era lo que mostraban los informes, las estadísticas, los debates públicos de quienes manejaban el país; pero el contador de historias reales con sus palabras, su angustia y su reacción de temor fue más efectivo que los conceptos de democracia y lo aterrizó de plano en un escenario que quizá haya sido transformado por los años, pero no por las acciones. Con un rubor que sintió de pies a cabeza, su voz fuerte se debilitó y solo atinó a decir:
– Lo siento, por favor discúlpeme don Aparicio.
Guardó inmediatamente los libros y quiso recomponerse para seguir conversando, pero las narraciones de don Aparicio no le dieron tregua.
– No más hace una semana asesinaron al nieto de Félix, solo porque su abuelo había sido diputado por la UP; pero el mes pasado encarcelaron a Sol América, la hija de
María del Carmen la viuda del que fue personero de aquí recién comenzó la UP,
dizque por guerrillera y esa muchacha lo que estaba era haciendo vueltas para irse de monja. Por aquí está feo hombre.
Se sintió turbado, irresponsable, no supo cómo salir de esa situación tan incómoda, pero sobre todo dolorosa, estaba cavilando en lo que haría, diría, cuando nuevamente fue don Aparicio quien tomó la delantera:
– Hombre no se sienta mal, eso no solo le sucede a usted, lo que pasa es que la gente allá en la ciudad piensa que todo terminó, que por aquí ya no pasa nada, que lo ocurrido con los Upeistas es cosa del pasado, pero eso no es culpa de ustedes, yo creo que es culpa de que no se diga en las noticias o que no se escriba en las cartillas; yo no sé, pero ni siquiera mis nietos saben por lo que hemos pasado, a ellos les hacen aprender un poco de lecciones de lo que pasó por allá en otras guerras, en otros lugares, en otros tiempos, pero de lo que pasa en esta historia, la de nosotros no saben nada.
¡Y él, profesor de historia!
En la secundaria, cuantas veces había dejado de tarea investigar la guerra entre Cartago e Italia, cuántas veces habría preguntado la lección sobre el arribo de los normandos, cuántas veces habría mandado hacer carteleras sobre las consecuencias de la pangea y las variaciones de adaptación de la especie humana; ahora se sentía un poco peor. Como buen investigador había preparado una entrevista semiestructurada, llevaba su grabadora, una cámara digital, sus fichitas de anotaciones; pero con lo que acababa de suceder se hizo las preguntas que había querido esquivar durante mucho tiempo, ¿cuál es el papel del investigador de historias del tiempo reciente?, ¿cómo abordar la realidad cuando los actores de ella aún se encuentran sumergidos en el evento que se quiere registrar, pero se evita contar?, y… la más trascendental, ¿cómo estudiar un genocidio si aún este no ha cesado y las fuentes orales pueden traspasar en un instante el umbral de existencia y eliminación?, ¿cómo sustraerse como investigador de esa realidad que igual podía convertirlo a él mismo en víctima? Pensó entonces… porqué no me quedaría mejor leyendo en la biblioteca, viendo televisión, oyendo música, yendo a cine, conquistando a una linda dama; en un impulso quiso despedirse y olvidarse de todo lo que había programado en visitas narrativas para ese tiempo de vacaciones.
– Hombre lo asusté –dijo don Aparicio– venga le muestro mejor la huerta y así se calma.
Era un terreno no mayor de tres metros cuadrados, bien cuidado eso sí, había un papayuelo, algunas maticas aromáticas, algo de cilantro, pero lo que sobresalía era una hermosa rosa amarilla.
– ¿Cómo le parece?
– Muy bonito, sí señor. Que rosa tan linda.
– Es la flor de la esperanza.
– Sabe, esa matica me ha acompañado durante varios de mis traslados forzosos: del llano a la ciudad, de la ciudad a la sierra, de la sierra al páramo, pero aquí creo que ya me quiero enterrar. Recién la sembré yo vivía por allá por el oriente, tenía mi finquita donde podía mantener hasta veinte vacas, sembraba que la yuquita, que el platanito, algo de sorgo y arroz, dejamos cerca a la casa un jardincito; pero mi esposa es amante de los geranios y de esa matica llamada novios, decía que las rosas son difíciles de cuidar, sin embargo, en un día de la madre, mi hijo mayor, – tan bello que era mi hijito–, me lo desparecieron cuando apenas tenía 14 añitos; le regaló una rosita y cuando se secó la flor ella me dijo, mire a usted que tanto le gustan las rosas siembre este palito a ver si prende, yo lo hice y mire la casualidad; justo cuando se llevaron a mi niño floreció por primera vez, eso para mí fue como un mensaje de esperanza, porque yo me quería morir, me sentía responsable, pues yo fui quien estuvo en las reuniones de la UP, yo fui quien apoyó al candidato para la alcaldía, fui yo quien repartió volantes de la Plataforma Política y al que se llevaron fue a mi hijito, eso es tan duro. Entonces, cuando a la semana llegaron a amenazarme que si yo me quedaba en mi finca acabarían con mi esposa, mi madre ya muy viejita y mis otros hijos, decidí irme; para dónde no sabía, cómo no tenía, pero de todas maneras cogimos algo de ropa, algo de comida, unas gallinas y cuando ya estaba cerrando la puerta, ni sé para qué porque –según me contaron después– no acabábamos de irnos cuando se entraron a la casa y se robaron lo poco que servía y a lo otro le echaron candela, que dizque para que los vecinos cogieran escarmiento. Ni mi suegro se salvó, aún está vivo, pero lo castigaron supuestamente por ser de izquierda, bueno, pero cuando estaba cerrando la puerta, como le decía, vi la rosita y algo me dijo en el corazón llévela que esa es su esperanza. Miré, por arrancarla hasta me hice una herida, aquí la tengo.
Extiende la mano callosa, solo con tres dedos y la cicatriz se pierde pues su prolongación esta amputada. Él observó no tanto la cicatriz hecha por la rosa, sino la ausencia de los dedos, pero no preguntó nada, hizo como si esto no le hubiera importado y tomó la posición de escucha nuevamente. Don Aparicio, como adivinando sus pensamientos, se subió la manga de la raída camisa y dijo:
– Miré, casi me quitan el brazo, lo salvé de puro milagro, pero los dedos si se me perdieron. Eso fue como dos meses después de lo de mi niño, llegamos a la capital donde unos amigos de mi esposa que también habían tenido que salir huyendo, ya ni me acuerdo como se llamaba el barrio, solo duramos como cinco días. Una noche estábamos durmiendo cuando escuchamos una algarabía, mi esposa me dijo que no saliera que yo no sabía cómo era las cosas allí, pero cuando escucho la voz de quien me había dado posada y gritaba: ¡Me van a matar, me van a matar! entonces salgo yo, y ahí puro en la puerta estaban unos tipos con unas armas extrañas, no eran escopetas, ni machetes, ni pistolas de esas que yo veía en mi pueblo, eran unas armas negras que disparaban rapiditico, luego supe que les dicen metralletas, yo quise tirar a mi amigo y me alcanzaron a herir. Ahí perdí mis dedos, a mi amigo y me jodí el brazo.
El sol está que arde, la boca reseca y la lengua algo pastosa, cómo pedir un vaso de agua, él prefiere relamerse los labios, pero no pedir nada, cómo solicitar algo en una casa que parece que todo escasea; por arte de magia se aparece Sandrita, la hija menor de don Aparicio, con dos limonadas bien grandes que invitaban a tomarlas de un solo sorbo:
– Que aquí les manda mi mamá para que refresquen la palabra, ¡Ah! pero que perdonen lo amarga pues no hay azúcar, ni panela y la miel está en camino.
Se quedó viendo los vasos desechables que al parecer habían sido reutilizados más de una decena de veces. Disimulando un poco se atrevió a mirarla, qué ojos tan bonitos, qué piel tan lozana, qué cabellos tan negros, qué orejas tan bien hechas, aunque no se le veían mucho por lo largo y ancho de su vestido –parecía prestado, mínimo dos tallas más que las suyas– se insinuaban unas piernas bien torneadas y unos senos hermosos que invitaban al placer, tenía la belleza propia de la juventud. ¿Qué le habrá pasado en su boca?, ¿qué accidente habrá tenido?, no parece trauma por paladar hendido. Se compadece y piensa, si tuviera más
confianza les diría que mi hija podría ayudarla, ahora que está adelantado la especialización en estética odontológica, pero mejor se reserva su opinión.
– Hombre, pero me desvié de la conversa – Gracias mija–. Dice don Aparicio.
Él intuye que se ha delatado y trata de disimular, nuevamente se siente turbado, no sabe si por presentir los dolores de la bella Sandrita o por clavar sus ojos en la característica que acompleja a la muchacha.
– Estaba hablando de la rosa. Pues cómo le parece que cuando lo de los dedos, ahí mismo le dije a mi esposa y a los niños, Sandrita es la menor, estaba muy chiquita, que teníamos que irnos de allí, pues mientras disparaban los asaltantes gritaban ¡Donde quiera que estén los acabaremos Upeistas tales y por cuales! Ahora éramos más, con nosotros comenzaron a errar la esposa, los suegros, dos sobrinos y cuatro hijos de Julio, así se llamaba quien amablemente nos había dado posada. Nuevamente cogimos lo que pudimos, esta vez menos, ya no había gallinas, ni plátanos, ni yuca, ni panela; pero la rosita si la había sembrado en un tarro, estaba tan bonita, tan fresca, como invitándonos a no desfallecer, la cogí nuevamente y con ella anduve de barrio en barrio, por una, dos, máximo tres semanas; de pueblo en pueblo abusando de la confraternidad de otros que pensaban como yo y por eso corrían los mismos peligros, hasta que llegamos aquí; tierra bonita pero fría, por eso es que cuando hace sol es tan picante, porque está más cerca al cielo. Al principio fue difícil acostumbrarnos, imagínese en nuestra finca se comía diferente, se vestía uno diferente y hasta se hablaba diferente. Desde que empezamos a deambular los niños se enfermaban a cada rato; mi esposa no hacía sino llorar y yo me atragantaba con el dolor, la rabia, pero aún así seguíamos caminando, seguíamos resistiendo. Eso fue muy terrible. Cuando llegamos aquí los vecinos nos miraban con desconfianza, nos tenían como miedo, creían que éramos guerrilleros, entonces casi no hablábamos con nadie, hasta el cura nos prohibió ir a la iglesia porque dizque éramos comunistas y los comunistas son ateos y se comen a los niños, así que nos internamos en esta casita, perdimos la noción del tiempo, no sabíamos a veces ni que día era.
El volvió a mirar, ahora desde afuera “la casita”, se trataba de una especie de cuadrado que en comparación con la cocina de su casa era mucho más pequeña, a lo que debía añadirse que en un solo espacio se encontraban el lugar de cocina, lo que podría llamarse comedor y la alcoba que era compartida por toda la familia; como a medio metro fuera de ese cuadrante se encontraba el baño con un techo de plástico y unas tablas ralas que hacían de pared, el piso era una alfombra desigual de pasto y hierba, el inodoro era una letrina. “La casita” por fuera parecía un collage, tenía cartón, latas, algo de bahareque, ladrillos sin pegar, bloques, todo superpuesto; en el techo se apreciaban restos de lo que alguna vez fueron tejas de zinc, plásticos, pedazos de madera. Por un momento se imaginó los esteros que debía haber cabalgado don Aparicio allá en los hermosos llanos orientales, las inmensas haciendas que frecuentaría, los espacios grandes de su finca y de repente sintió una especie de escalofrío, se preguntó cómo hace el ser humano para adaptarse a tanta adversidad, se acordó de Viktor Frank y su obra El hombre en busca de sentido,
"... después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios." Don Aparicio, sin duda, pertenece a los segundos, pues si algo le sobra es dignidad pensó.
– Ya sé, dijo don Aparicio, que a usted esto no le puede parecer ni casa, ni nada, pero cuando uno lo ha perdido todo, el nicho que le permita reposar se convierte en su palacio, más si en él habitan su reina y sus príncipes.
– No. No señor, cómo se le ocurre que yo pueda llegar a pensar algo así, contestó.
Hoy había sido su día, todo había sido desaciertos, que tal si lo hubieran visto sus estudiantes de metodología, sentía que en este primer acercamiento se había equivocado casi en todo, en su observación, en su aproximación a la fuente, en sus herramientas de consecución de datos. Bueno… dejaría la formalidad y se abandonaría por la cotidianidad, después de todo había hecho un viaje un poco largo y definitivamente algo tendría que sacar de esta experiencia.
– Aparicio, por favor invite al señor a que coma algo, mire las horas que son y sin almorzar nada –desde el quicio de la puerta hablaba doña Betty–.
A pesar de las circunstancias era una mujer muy bonita, espigada, con ademanes finos y con una dulzura que empalagaba todos los sentidos, sin duda Sandrita había heredado la hermosura de su madre. Hacía pocos días la había conocido en la capital durante un encuentro de víctimas, había quedado sorprendido con la claridad y contundencia de sus palabras; su voz, aunque se quebrara con frecuencia al hacer las narraciones de las atrocidades a que había sido
sometida su familia, no había desfallecido, por el contrario, aumentaba en tono, timbre e intensidad cuando de denunciar se trató y mucho más cuando exigió justicia. Por eso al terminar la sesión él se atrevió a acercarse y solicitó una entrevista, a lo que ella contestó:
– Si quiere hable con mi esposo, yo soy mala para las historias, se me olvidan cosas, no sé si porque tengo mala memoria o porque prefiero no recordar, Aparicio si lo puede ayudar en lo que usted quiere, pero eso sí tiene que ir hasta donde vivimos, porque después de lo que pasó la última vez que vino a la ciudad decidió que jamás volvería.
Por eso hoy estaba en ese lugar, observando personas, microescenarios y un paisaje que, aunque reducido en lo material, inagotable en lo biotecnológico y lo socio histórico.
– Venga hombre sigamos porque si no Betty se embrava.
Otra vez la cuestión de la comida, nuevamente la indecisión, esa pesadez en la garganta, al fin y al cabo, él comía todos los días, consumía proteínas, vitaminas, grasas, almidones, pero ¿y ellos?
– Venga, venga, lo cogió del brazo don Aparicio, no tenga pena, siempre hay para todos.
Entraron a la casa, allí estaba dispuesta una mesa multiusos, servía para comedor, escritorio de tareas, lugar de planchado, mesón de cocina… Ahora era comedor, por eso tenía mantel limpio, salero, cubiertero y cuatro individuales; en el centro en un plato hondo llamaba a la provocación un dulce de papayuela, alrededor de la mesa estaban dispuestas seis tazas. Se sentó él, don Aparicio, la niña que le arrebató el pocillo en la mañana, Sandrita, quedaba el puesto de doña Betty, ¿para quien sería el otro?
– ¿Si han podido conversar? – preguntó doña Betty– o solo Aparicio ha hablado, usted lo perdonara, él no se calla nunca, siempre cuenta y cuenta, como si de tanto contar el destino cambiara y las cosas tomaran otro rumbo. Esperemos un poquito que venga mi padre, se está arreglando para pasar a comer, pues cuando estaba sacando la miel para estas papayuelas se resbaló y quedo todo sucio el pobre.
Por fin llegó don Teófilo, tenía una muleta, carecía de su pierna izquierda y no tenía prótesis, no fue necesario preguntar nada, lo que estaba viendo completó la idea que don Aparicio había dejado inconclusa un rato antes.
– ¡Hola buenas!, menos mal se entraron pues qué aguacero el que viene, eso explica ese solazo que estaba haciendo. Tranquilo joven no se levante, estamos en confianza.
No demoraron en aparecer humeantes papas, huevos cocidos y aguadepanela, mucha más agua que panela, pero bien caliente, al contrario de lo ocurrido en la mañana la niña permaneció quieta como todos los demás, entonces don Teófilo cerró los ojos, entrelazó las manos y comenzó la oración, agradeció el alimento, la familia y sobre todo la vida, todos contestaron amén y luego comenzaron a comer.
Pensó él, ¿estos son los ateos?, realmente había visto, pero sobre todo sentido la fe y la devoción en las palabras de Teófilo, suspiró y definitivamente pensó que este era Macondo, inmediatamente se le vinieron a la memoria las palabras del propio Gabriel García Márquez durante la comisión de sabios con su texto Un país al alcance de los niños:
“Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico... Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir”.
Estaba sumergido en sus pensamientos cuando la voz de Teófilo lo sacó de sus elucubraciones. – Así que está escribiendo la historia de la UP.
– ¡Ah!, sí señor. Bueno, tanto como la historia no, es muy presumido asumirlo así, intento apenas un acercamiento narrativo desde fuente oral directa.
Todos se quedaron mirándolo, como si hubiera hablado en otra lengua.
– Estoy intentando conocer algo de la UP, por eso quiero hablar con algunas personas que saben de ese partido político.
– Y para que quiere conocer esa historia? –preguntó Teófilo– ¿para sacar del rescoldo los dolores?, ¿para avivar rencores?, ¿o para ilusionar a la gente con que se investigará y habrá justicia?, cuando Usté y yo sabemos que eso es puro cuento.
Sintió como si le hubiesen dado una bofetada, eso era lo que había querido evitar durante años, la confrontación con las víctimas sin tener respuestas, incluso sin tener bien definida su pregunta. Cada vez que presentaba su trabajo la principal crítica que le hacían era que no usaba fuente oral directa, de una y otra forma siempre explicó las razones por las cuales no lo hacía, sin embargo ahora que se había decidido, se encontraba totalmente desprovisto de herramientas teóricas, metodológicas, incluso humanas para contestar a Teófilo.
– No, don Teófilo, para nada de eso, es que como colombiano, como profesor y como persona, siento que tengo la responsabilidad de que se conozca la historia de la UP, así como otras historias parecidas, para que cosas tan inhumanas como las cometidas contra esta agrupación política y otras que creyeron en un momento dado que podían participar democráticamente en la construcción de un nuevo país, no se repitan.
No sabía bien si su respuesta se debía a la calentura de sus emociones o al trago hirviendo de aguadepanela que había quemado su garganta. Teófilo guardó silencio, movió la cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación, las miradas de Betty y Aparicio se cruzaron en señal de solidaridad con el invitado, la niña ocupaba su imaginación en el momento en que estuviera degustando el dulce de papayuela, en cambio Sandrita permaneció en su pose, concentrada en servir los platos, no dejó entrever ninguna reacción, la incomodidad cedió cuando Betty dijo:
– A mi si me parece importante que se conozca lo que ha pasado, por lo menos para que no nos sigan mirando con recelo, que sepan que somos personas comunes y corrientes, que lo que queremos es trabajar, criar a nuestros hijos, vivir en paz; que reconozcan que nos han criminalizado y sometido al genocidio por haber pretendido que las cosas en el país mejoraran, que hubiera reforma agraria, nacionalización de recursos naturales, que se desmontaran los ejércitos privados pagados con recursos ilegales, que los civiles fueran juzgados por civiles, en fin todo eso que pusimos en la agenda política papá.


– Ay mija, yo no sé si usted es muy optimista o ingenua –contestó don Aparicio–. No se acuerda que desde 1984 eso mismo se lo dijeron al Presidente de la República, a los comandantes del ejército, al Congreso y que la Unión Patriótica emprendió su campaña política con el permiso y las normas del Estado, pero igual ahí mismo comenzó, o mejor, comenzamos a ser eliminados. No se acuerda que nos mataron a dos candidatos presidenciales, a senadores, diputados, líderes Upeistas, que además de sus campañas políticas siempre denunciaban lo que estaba pasando con nosotros, no se acuerda que durante siete períodos los gobiernos no han querido reconocernos como víctimas de un genocidio. Mija no se acuerda de todos los que han tenido que salir de sus tierras allá en el sur, en las costas, en el centro, en el oriente, en el occidente, en fin en todas partes, incluso que se han tenido que ir del país; no se acuerda de los que están en las cárceles, en los cementerios y los que no se encuentran en ninguna parte, ¿entonces porque ahora cree que sí van a querer saber?
Los alimentos se convirtieron –por lo menos para los adultos– en vinagre, la desazón era evidente, todos querían terminar rápido para levantarse de sus bancas y evadir el peso emocional, político, histórico de lo que se acababa de decir; él por su parte, quería agradecer, despedirse, regresar pronto a su casa y nuevamente centrarse en las fuentes escritas, aún no era el momento de abordar las fuentes orales, él lo sabía y se reprochaba haberse dejado tentar, ahora estaba como enconchado, no atinaba a decir nada, ¿desde dónde dar una explicación coherente?, ¿cómo justificar los dolores que se orientan al verbo, pero con la misma legitimidad al silencio?, ¿acaso el silencio no era otra forma de permanecer?
Realmente se estaba sintiendo muy mal y pensaba que ese día ya había llegado al límite entre la teoría y la realidad, había ido por respuestas y se había llenado de más preguntas, quería definir variables medibles y se había topado con sentires impensables e incalculables, había querido perfilar entradas analíticas y sus criterios teóricos se habían puesto en entredicho.
– Yo también quiero que se cuente mi historia dijo Sandrita, porque solo nosotros la sabemos y creo que ya no podemos cargarla.
Todos quedaron perplejos, jamás la habían oído hablar así, incluso pensaron que por el trauma ella inconscientemente había olvidado los sucesos, continuó partiendo la papa, casi volviéndola naco para poder digerirla, no se veía perturbada, al contrario emanaba mucha serenidad.
– Yo no sé, si esto que le voy a contar lo escuchen los presidentes, los jueces, los políticos, y no sé si de hacerlo les interese, pero lo que sí quiero es que otras personas sepan que en su país suceden cosas semejantes o mucho peores que las que ven en televisión.
Tomó suavemente la aguadepanela, recogió los platos, dobló el mantel, se sentó nuevamente y se dispuso a contar.
– Tengo veintiséis años, desde que tenía tres he vivido errante con mi familia, entre una huida y otra alcancé a estudiar hasta tercero de bachillerato, no sé muy bien que es la UP, de que se trata, como se organizó, cuáles eran sus objetivos, por qué era peligrosa para algunos sectores, lo que sí sé porque me ha marcado para siempre, son las consecuencias del genocidio perpetrado contra ella.
En mis recuerdos de niña siempre está el miedo, siempre estábamos huyendo, escondiéndonos, a veces separándonos; en mi adolescencia todo el tiempo tuve que permanecer callada, aunque viera injusticias, aunque me dijeran que tenía derecho a protestar, en realidad era mejor no decir nada porque podía ponerme y ponerlos a ellos en peligro, nos volverían a perseguir y hasta matar; en mi juventud debía tener cuidado con quienes hablaba, con quienes me relacionaba, todo eso era sorteable, pues no había vivido de otra forma y pensaba que eso era natural.
Un día mi padre me invitó a la capital para que me reuniera con otros jóvenes que vivían circunstancias semejantes a las mías, pues se preocupaba de que yo fuera tan callada, tan ausente, como tan triste, entonces acepté acompañarlo. Allí con otras muchachas y muchachos hablamos e intercambiamos ideas, nos pusimos tareas, comenzamos a comunicarnos con otros jóvenes que estaban fuera del país, no por voluntad sino por obligación; alcancé a ir como cinco veces, la última vez mi padre me acompañó pues aprovecharía para hacerse un chequeo médico. Estábamos en plena reunión cuando de repente se sintió una explosión, la sede en donde estábamos había sido atacada por bombas a plena luz del día, muchos jóvenes murieron allí, otros quedamos heridos, nos sacaron y en vez de llevarnos a
un hospital nos trasladaron a lugares oscuros, nos hicieron muchas cosas malas, a mí me reventaron la boca, me tumbaron los dientes, me fracturaron la mandíbula, por eso soy así, y también me forzaron; cuando por fin, luego de tanto denunciar una organización de Derechos Humanos logró nuestra liberación, la justificación para tanto atropello fue que éramos terroristas, que nuestras reuniones eran clandestinas y peligrosas, que hubo la necesidad de bombardearnos porque teníamos armas sofisticadas. Quisimos denunciar pero las autoridades pedían pruebas, las preguntas que nos hacían eran verdaderos interrogatorios y de ser víctimas nos convertíamos en victimarios; nos cansamos y decidimos volvernos para la casa y dejar eso así, pasados los meses me comencé a sentir mal y cuando fui al médico me enteré que estaba embarazada, esta es mi niña, María Eugenia. Una niña hija de la guerra, pero una niña que yo aspiro, pueda vivir en paz. Por eso señor, si mi historia sirve para que esto cambie, cuéntela y sígala contando hasta donde sea posible, hasta donde sea necesario.
Sandrita se levantó pausadamente, caminó derecha, se lavó la cara, cogió la niña, le dio un beso en la frente y le dijo que la amaba, salió de la casa, se paró en la huerta junto a la rosa amarilla y dejó que la lluvia la mojara completamente, como si quisiera lavar su historia, enjuagar sus recuerdos, quitarse de encima una suciedad que le había sido impuesta, arrancarse sus propias espinas, quería purificarse y volver a florecer.
Ante tantos datos, la fuerza de los testimonios, lo denso de la historia, él no atinó a escribir nada, fotografiar nada, preguntar nada; recibió esta vez –sin pensarlo dos veces– un tinto, recogió su maletín que solo había abierto para sacar sus libros y volverlos a guardar rápidamente, se despidió de todos y comenzó a caminar hacia la carretera, pensando ahora en ese artículo tan interesante de Arne Johan, Vetlesen, La imparcialidad y el mal, respecto de las consideraciones sobre el genocidio Bosnio, recitó mentalmente pero de memoria algunas afirmaciones que le llamaban la atención:
“… El mal no pertenece al domino del pensamiento. El mal no degenera en abstracción, no se materializa como abstracción. El mal es algo concreto. Su presencia en el mundo pertenece a la experiencia. Lo que sabemos del mal, lo sabemos desde la experiencia. En cuanto que experiencial, el mal posee la forma del sufrimiento […] la víctima es la única que, sin distorsión ideológica o autoengaño psicológico, conoce la realidad del mal, es decir, aquello que el mal aporta como experiencia, como sufrimiento. De hecho, la víctima es una fuente absolutamente
privilegiada para cualquier tipo de comprensión del mal […] El pecado capital no es el sadismo, sino la indiferencia –la incapacidad de sentirse en la piel del otro– o, al menos, éste parece ser el caso del mal genocida…”
Seguía pensando cómo iba a desarrollar estas ideas, ahora que había visto materialmente y en concreto el mal en una familia que toda es víctima del genocidio contra la UP, pero donde cada uno de sus miembros tiene su propia experiencia del mal, esto indudablemente ampliaba la discusión sobre una posible Ley de Víctimas, necesariamente repercutía en lo que se pudiera llegar a decir de reparación integral, porque claro que ésta debe ser integral para el grupo, pero también para cada individuo, seguía tejiendo sus ideas cuando de pronto escuchó la voz de don Aparicio:
– Hombre, hombre… espere le digo unas palabras… casi que no lo alcanzo, que pena con usté, hoy todo fue como de locos, pero quiero decirle que vuelva por acá y conversamos, de pronto en otra oportunidad le pueda acabar de contar la historia de la rosa que apenas pude comenzar.
– Gracias don Aparicio, hasta la vuelta.
Se estrecharon las manos, se miraron a los ojos como sellando un compromiso y se despidieron con un ¡hasta pronto!
Mientras subía al bus se le antojó una imagen, la rosa amarilla que abría sus pétalos y cantaba yo te daré, te daré niña hermosa, te daré una rosa, una rosa llamada UP. Sus labios dibujaron una sonrisa de optimismo.
Lo que nunca supuso el profe, es que esta historia quedaría inconclusa. Ojalá que alguien se atreva a rescatarla del olvido, para que tanto él como las víctimas a quienes siempre trató de devolver sus nombres, sigan viviendo en la memoria de quienes les han profesado su amor, respeto y cariño.