Hoy 17 de diciembre de 2016, ochos eternos y tristes años luego
de tu partida física, esta historia se sigue contando, de
diversas maneras, con muy distintos intereses, con muchos olvidos
conscientes; no obstante, las narraciones de resistencia
continúan…porque esas fue las que tu Profe, nos enseñaste a
descubrir, investigar, estetizar, humanizar, contar, contar y seguir
contando. Mientras continuemos vivos, junto contigo, SEGURO, las
seguiremos narrando.
Por: * Jeritza Merchán Díaz, conocedora del
interés del Profe por elaborar una secuencia de cuentitos cortos
sobre la historia de la Unión Patriótica, atrevidamente pretende de
alguna forma cumplir este objetivo, con esta mini-narración que ni
estilística, ni estéticamente cumple con los requerimientos de un
cuento elaborado; pero que por su sentir y su trascendencia es parte
de una realidad que nos toca a todos, aunque usualmente solemos
olvidarlo.
IVÁN DAVID ORTIZ PALACIOS CONTADOR DE HISTORIAS Y
ENCANTADOR DE ESPERANZAS *
Mientras observaba aquellas paredes desvencijadas,
el suelo húmedo, el techo con más perforaciones que el colador del
café, trató de acordarse de la letra de las casas de cartón ¿cómo
dice…? algunos apartes: …niños millonarios de lombrices… Usted
no lo va a creer pero hay escuela de perros para que no muerdan los
diarios… mientras el patrón hace tiempo, mucho tiempo está
mordiendo al
obrero…; le fue imposible recordar más, pues su
ojos casi se desorbitan cuando hallaron sobre un morro de pared un
pedazo de afiche que intentaba tapar un hueco por donde se colaba el
frio, nítidamente se leía UP, aunque los colores no conservaban su
matiz original aún sugerían un amarillo esperanza y un verde… un
verde… también se le olvidó el nombre preciso. Salió de su
ensimismamiento cuando entró él, casi arrastrando los pies, un
hombre canoso, un poco encorvado, con unos ojos limpios y una sonrisa
amable le dijo:
– Pensé que ya no vendría hombre, lo estuve
esperando la semana pasada, creí que le había dado miedo.
– Buenos días don Aparicio, no, no tengo miedo,
estoy más firme que una gelatina ¡ja, ja, ja! Lo que pasa es que
prohibieron la salida de buses para este lugar, solo hasta ayer
retornó la normalidad, bueno si a esto se le puede denominar
normalidad.
Con esa bondad innata que marca a los que menos
tienen, Aparicio ofreció tinto y un pedazo de arepa, él dudó; si
lo rechazaba quizá se interpretara como menosprecio, pero si lo
recibía dejaría muy seguramente a la niñita que lo miraba como
suplicante sin “sus medias nueves”.
Finalmente tomó la decisión:
– No gracias don Aparicio acabo de tomar algo en
el pueblo, mientras esperaba quien me trajera hasta acá.
La niña sin decir una sola palabra agradeció con
sus ojos; sin más reparo tomó el pocillo y el pedazo de arepa y
comenzó a comer con una avidez extrema, no se podía arriesgar a que
de pronto la decisión fuera cambiada.
– Me dijo mi esposa que usted quiere que yo le
cuente historias, ¿cómo qué clase de historias?, yo me sé muchas,
pero no de esas que traen los libros, sino las de verdad, las que uno
vive.
– Ah, sí, gracias don Aparicio, se trata
precisamente de esas las que yo quiero escuchar.
Hizo su presentación formal, su nombre, su trabajo,
su interés en el tema, comentó algo de su investigación y para dar
mayor seguridad a su interlocutor le mostró algunos textos que ya se
han publicado sobre el asunto.
– No, no, hombre guarde eso, ¿como se le ocurre
andar con esas vainas por aquí?, es peligrosísimo.
Se sintió avergonzado, ¡cómo pudo estar tan lejos
de la realidad¡, muy seguro pensaba que luego de veinticinco años
las cosas eran diferentes, el país había cambiado, ahora era “más
tolerante”, las instituciones respetuosas de los derechos humanos,
las autoridades más efectivas para hacer cumplir la Ley, había
“seguridad”, bueno eso era lo que mostraban los informes, las
estadísticas, los debates públicos de quienes manejaban el país;
pero el contador de historias reales con sus palabras, su angustia y
su reacción de temor fue más efectivo que los conceptos de
democracia y lo aterrizó de plano en un escenario que quizá haya
sido transformado por los años, pero no por las acciones. Con un
rubor que sintió de pies a cabeza, su voz fuerte se debilitó y solo
atinó a decir:
– Lo siento, por favor discúlpeme don Aparicio.
Guardó inmediatamente los libros y quiso
recomponerse para seguir conversando, pero las narraciones de don
Aparicio no le dieron tregua.
– No más hace una semana asesinaron al nieto de
Félix, solo porque su abuelo había sido diputado por la UP; pero el
mes pasado encarcelaron a Sol América, la hija de
María del Carmen la viuda del que fue personero de
aquí recién comenzó la UP,
dizque por guerrillera y esa muchacha lo que estaba
era haciendo vueltas para irse de monja. Por aquí está feo hombre.
Se sintió turbado, irresponsable, no supo cómo
salir de esa situación tan incómoda, pero sobre todo dolorosa,
estaba cavilando en lo que haría, diría, cuando nuevamente fue don
Aparicio quien tomó la delantera:
– Hombre no se sienta mal, eso no solo le sucede a
usted, lo que pasa es que la gente allá en la ciudad piensa que todo
terminó, que por aquí ya no pasa nada, que lo ocurrido con los
Upeistas es cosa del pasado, pero eso no es culpa de ustedes, yo creo
que es culpa de que no se diga en las noticias o que no se escriba en
las cartillas; yo no sé, pero ni siquiera mis nietos saben por lo
que hemos pasado, a ellos les hacen aprender un poco de lecciones de
lo que pasó por allá en otras guerras, en otros lugares, en otros
tiempos, pero de lo que pasa en esta historia, la de nosotros no
saben nada.
¡Y él, profesor de historia!
En la secundaria, cuantas veces había dejado de
tarea investigar la guerra entre Cartago e Italia, cuántas veces
habría preguntado la lección sobre el arribo de los normandos,
cuántas veces habría mandado hacer carteleras sobre las
consecuencias de la pangea y las variaciones de adaptación de la
especie humana; ahora se sentía un poco peor. Como buen investigador
había preparado una entrevista semiestructurada, llevaba su
grabadora, una cámara digital, sus fichitas de anotaciones; pero con
lo que acababa de suceder se hizo las preguntas que había querido
esquivar durante mucho tiempo, ¿cuál es el papel del investigador
de historias del tiempo reciente?, ¿cómo abordar la realidad cuando
los actores de ella aún se encuentran sumergidos en el evento que se
quiere registrar, pero se evita contar?, y… la más trascendental,
¿cómo estudiar un genocidio si aún este no ha cesado y las fuentes
orales pueden traspasar en un instante el umbral de existencia y
eliminación?, ¿cómo sustraerse como investigador de esa realidad
que igual podía convertirlo a él mismo en víctima? Pensó
entonces… porqué no me quedaría mejor leyendo en la biblioteca,
viendo televisión, oyendo música, yendo a cine, conquistando a una
linda dama; en un impulso quiso despedirse y olvidarse de todo lo que
había programado en visitas narrativas para ese tiempo de
vacaciones.
– Hombre lo asusté –dijo don Aparicio– venga
le muestro mejor la huerta y así se calma.
Era un terreno no mayor de tres metros cuadrados,
bien cuidado eso sí, había un papayuelo, algunas maticas
aromáticas, algo de cilantro, pero lo que sobresalía era una
hermosa rosa amarilla.
– ¿Cómo le parece?
– Muy bonito, sí señor. Que rosa tan linda.
– Es la flor de la esperanza.
– Sabe, esa matica me ha acompañado durante
varios de mis traslados forzosos: del llano a la ciudad, de la ciudad
a la sierra, de la sierra al páramo, pero aquí creo que ya me
quiero enterrar. Recién la sembré yo vivía por allá por el
oriente, tenía mi finquita donde podía mantener hasta veinte vacas,
sembraba que la yuquita, que el platanito, algo de sorgo y arroz,
dejamos cerca a la casa un jardincito; pero mi esposa es amante de
los geranios y de esa matica llamada novios, decía que las rosas son
difíciles de cuidar, sin embargo, en un día de la madre, mi hijo
mayor, – tan bello que era mi hijito–, me lo desparecieron cuando
apenas tenía 14 añitos; le regaló una rosita y cuando se secó la
flor ella me dijo, mire a usted que tanto le gustan las rosas siembre
este palito a ver si prende, yo lo hice y mire la casualidad; justo
cuando se llevaron a mi niño floreció por primera vez, eso para mí
fue como un mensaje de esperanza, porque yo me quería morir, me
sentía responsable, pues yo fui quien estuvo en las reuniones de la
UP, yo fui quien apoyó al candidato para la alcaldía, fui yo quien
repartió volantes de la Plataforma Política y al que se llevaron
fue a mi hijito, eso es tan duro. Entonces, cuando a la semana
llegaron a amenazarme que si yo me quedaba en mi finca acabarían con
mi esposa, mi madre ya muy viejita y mis otros hijos, decidí irme;
para dónde no sabía, cómo no tenía, pero de todas maneras cogimos
algo de ropa, algo de comida, unas gallinas y cuando ya estaba
cerrando la puerta, ni sé para qué porque –según me contaron
después– no acabábamos de irnos cuando se entraron a la casa y se
robaron lo poco que servía y a lo otro le echaron candela, que
dizque para que los vecinos cogieran escarmiento. Ni mi suegro se
salvó, aún está vivo, pero lo castigaron supuestamente por ser de
izquierda, bueno, pero cuando estaba cerrando la puerta, como le
decía, vi la rosita y algo me dijo en el corazón llévela que esa
es su esperanza. Miré, por arrancarla hasta me hice una herida, aquí
la tengo.
Extiende la mano callosa, solo con tres dedos y la
cicatriz se pierde pues su prolongación esta amputada. Él observó
no tanto la cicatriz hecha por la rosa, sino la ausencia de los
dedos, pero no preguntó nada, hizo como si esto no le hubiera
importado y tomó la posición de escucha nuevamente. Don Aparicio,
como adivinando sus pensamientos, se subió la manga de la raída
camisa y dijo:
– Miré, casi me quitan el brazo, lo salvé de
puro milagro, pero los dedos si se me perdieron. Eso fue como dos
meses después de lo de mi niño, llegamos a la capital donde unos
amigos de mi esposa que también habían tenido que salir huyendo, ya
ni me acuerdo como se llamaba el barrio, solo duramos como cinco
días. Una noche estábamos durmiendo cuando escuchamos una
algarabía, mi esposa me dijo que no saliera que yo no sabía cómo
era las cosas allí, pero cuando escucho la voz de quien me había
dado posada y gritaba: ¡Me van a matar, me van a matar! entonces
salgo yo, y ahí puro en la puerta estaban unos tipos con unas armas
extrañas, no eran escopetas, ni machetes, ni pistolas de esas que yo
veía en mi pueblo, eran unas armas negras que disparaban rapiditico,
luego supe que les dicen metralletas, yo quise tirar a mi amigo y me
alcanzaron a herir. Ahí perdí mis dedos, a mi amigo y me jodí el
brazo.
El sol está que arde, la boca reseca y la lengua
algo pastosa, cómo pedir un vaso de agua, él prefiere relamerse los
labios, pero no pedir nada, cómo solicitar algo en una casa que
parece que todo escasea; por arte de magia se aparece Sandrita, la
hija menor de don Aparicio, con dos limonadas bien grandes que
invitaban a tomarlas de un solo sorbo:
– Que aquí les manda mi mamá para que refresquen
la palabra, ¡Ah! pero que perdonen lo amarga pues no hay azúcar, ni
panela y la miel está en camino.
Se quedó viendo los vasos desechables que al
parecer habían sido reutilizados más de una decena de veces.
Disimulando un poco se atrevió a mirarla, qué ojos tan bonitos, qué
piel tan lozana, qué cabellos tan negros, qué orejas tan bien
hechas, aunque no se le veían mucho por lo largo y ancho de su
vestido –parecía prestado, mínimo dos tallas más que las suyas–
se insinuaban unas piernas bien torneadas y unos senos hermosos que
invitaban al placer, tenía la belleza propia de la juventud. ¿Qué
le habrá pasado en su boca?, ¿qué accidente habrá tenido?, no
parece trauma por paladar hendido. Se compadece y piensa, si tuviera
más
confianza les diría que mi hija podría ayudarla,
ahora que está adelantado la especialización en estética
odontológica, pero mejor se reserva su opinión.
– Hombre, pero me desvié de la conversa –
Gracias mija–. Dice don Aparicio.
Él intuye que se ha delatado y trata de disimular,
nuevamente se siente turbado, no sabe si por presentir los dolores de
la bella Sandrita o por clavar sus ojos en la característica que
acompleja a la muchacha.
– Estaba hablando de la rosa. Pues cómo le parece
que cuando lo de los dedos, ahí mismo le dije a mi esposa y a los
niños, Sandrita es la menor, estaba muy chiquita, que teníamos que
irnos de allí, pues mientras disparaban los asaltantes gritaban
¡Donde quiera que estén los acabaremos Upeistas tales y por cuales!
Ahora éramos más, con nosotros comenzaron a errar la esposa, los
suegros, dos sobrinos y cuatro hijos de Julio, así se llamaba quien
amablemente nos había dado posada. Nuevamente cogimos lo que
pudimos, esta vez menos, ya no había gallinas, ni plátanos, ni
yuca, ni panela; pero la rosita si la había sembrado en un tarro,
estaba tan bonita, tan fresca, como invitándonos a no desfallecer,
la cogí nuevamente y con ella anduve de barrio en barrio, por una,
dos, máximo tres semanas; de pueblo en pueblo abusando de la
confraternidad de otros que pensaban como yo y por eso corrían los
mismos peligros, hasta que llegamos aquí; tierra bonita pero fría,
por eso es que cuando hace sol es tan picante, porque está más
cerca al cielo. Al principio fue difícil acostumbrarnos, imagínese
en nuestra finca se comía diferente, se vestía uno diferente y
hasta se hablaba diferente. Desde que empezamos a deambular los niños
se enfermaban a cada rato; mi esposa no hacía sino llorar y yo me
atragantaba con el dolor, la rabia, pero aún así seguíamos
caminando, seguíamos resistiendo. Eso fue muy terrible. Cuando
llegamos aquí los vecinos nos miraban con desconfianza, nos tenían
como miedo, creían que éramos guerrilleros, entonces casi no
hablábamos con nadie, hasta el cura nos prohibió ir a la iglesia
porque dizque éramos comunistas y los comunistas son ateos y se
comen a los niños, así que nos internamos en esta casita, perdimos
la noción del tiempo, no sabíamos a veces ni que día era.
El volvió a mirar, ahora desde afuera “la
casita”, se trataba de una especie de cuadrado que en comparación
con la cocina de su casa era mucho más pequeña, a lo que debía
añadirse que en un solo espacio se encontraban el lugar de cocina,
lo que podría llamarse comedor y la alcoba que era compartida por
toda la familia; como a medio metro fuera de ese cuadrante se
encontraba el baño con un techo de plástico y unas tablas ralas que
hacían de pared, el piso era una alfombra desigual de pasto y
hierba, el inodoro era una letrina. “La casita” por fuera parecía
un collage, tenía cartón, latas, algo de bahareque, ladrillos sin
pegar, bloques, todo superpuesto; en el techo se apreciaban restos de
lo que alguna vez fueron tejas de zinc, plásticos, pedazos de
madera. Por un momento se imaginó los esteros que debía haber
cabalgado don Aparicio allá en los hermosos llanos orientales, las
inmensas haciendas que frecuentaría, los espacios grandes de su
finca y de repente sintió una especie de escalofrío, se preguntó
cómo hace el ser humano para adaptarse a tanta adversidad, se acordó
de Viktor Frank y su obra El hombre en busca de sentido,
"... después de todo, el hombre es ese ser que
ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el
ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el
Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios." Don Aparicio,
sin duda, pertenece a los segundos, pues si algo le sobra es dignidad
pensó.
– Ya sé, dijo don Aparicio, que a usted esto no
le puede parecer ni casa, ni nada, pero cuando uno lo ha perdido
todo, el nicho que le permita reposar se convierte en su palacio, más
si en él habitan su reina y sus príncipes.
– No. No señor, cómo se le ocurre que yo pueda
llegar a pensar algo así, contestó.
Hoy había sido su día, todo había sido
desaciertos, que tal si lo hubieran visto sus estudiantes de
metodología, sentía que en este primer acercamiento se había
equivocado casi en todo, en su observación, en su aproximación a la
fuente, en sus herramientas de consecución de datos. Bueno…
dejaría la formalidad y se abandonaría por la cotidianidad, después
de todo había hecho un viaje un poco largo y definitivamente algo
tendría que sacar de esta experiencia.
– Aparicio, por favor invite al señor a que coma
algo, mire las horas que son y sin almorzar nada –desde el quicio
de la puerta hablaba doña Betty–.
A pesar de las circunstancias era una mujer muy
bonita, espigada, con ademanes finos y con una dulzura que empalagaba
todos los sentidos, sin duda Sandrita había heredado la hermosura de
su madre. Hacía pocos días la había conocido en la capital durante
un encuentro de víctimas, había quedado sorprendido con la claridad
y contundencia de sus palabras; su voz, aunque se quebrara con
frecuencia al hacer las narraciones de las atrocidades a que había
sido
sometida su familia, no había desfallecido, por el
contrario, aumentaba en tono, timbre e intensidad cuando de denunciar
se trató y mucho más cuando exigió justicia. Por eso al terminar
la sesión él se atrevió a acercarse y solicitó una entrevista, a
lo que ella contestó:
– Si quiere hable con mi esposo, yo soy mala para
las historias, se me olvidan cosas, no sé si porque tengo mala
memoria o porque prefiero no recordar, Aparicio si lo puede ayudar en
lo que usted quiere, pero eso sí tiene que ir hasta donde vivimos,
porque después de lo que pasó la última vez que vino a la ciudad
decidió que jamás volvería.
Por eso hoy estaba en ese lugar, observando
personas, microescenarios y un paisaje que, aunque reducido en lo
material, inagotable en lo biotecnológico y lo socio histórico.
– Venga hombre sigamos porque si no Betty se
embrava.
Otra vez la cuestión de la comida, nuevamente la
indecisión, esa pesadez en la garganta, al fin y al cabo, él comía
todos los días, consumía proteínas, vitaminas, grasas, almidones,
pero ¿y ellos?
– Venga, venga, lo cogió del brazo don Aparicio,
no tenga pena, siempre hay para todos.
Entraron a la casa, allí estaba dispuesta una mesa
multiusos, servía para comedor, escritorio de tareas, lugar de
planchado, mesón de cocina… Ahora era comedor, por eso tenía
mantel limpio, salero, cubiertero y cuatro individuales; en el centro
en un plato hondo llamaba a la provocación un dulce de papayuela,
alrededor de la mesa estaban dispuestas seis tazas. Se sentó él,
don Aparicio, la niña que le arrebató el pocillo en la mañana,
Sandrita, quedaba el puesto de doña Betty, ¿para quien sería el
otro?
– ¿Si han podido conversar? – preguntó doña
Betty– o solo Aparicio ha hablado, usted lo perdonara, él no se
calla nunca, siempre cuenta y cuenta, como si de tanto contar el
destino cambiara y las cosas tomaran otro rumbo. Esperemos un poquito
que venga mi padre, se está arreglando para pasar a comer, pues
cuando estaba sacando la miel para estas papayuelas se resbaló y
quedo todo sucio el pobre.
Por fin llegó don Teófilo, tenía una muleta,
carecía de su pierna izquierda y no tenía prótesis, no fue
necesario preguntar nada, lo que estaba viendo completó la idea que
don Aparicio había dejado inconclusa un rato antes.
– ¡Hola buenas!, menos mal se entraron pues qué
aguacero el que viene, eso explica ese solazo que estaba haciendo.
Tranquilo joven no se levante, estamos en confianza.
No demoraron en aparecer humeantes papas, huevos
cocidos y aguadepanela, mucha más agua que panela, pero bien
caliente, al contrario de lo ocurrido en la mañana la niña
permaneció quieta como todos los demás, entonces don Teófilo cerró
los ojos, entrelazó las manos y comenzó la oración, agradeció el
alimento, la familia y sobre todo la vida, todos contestaron amén y
luego comenzaron a comer.
Pensó él, ¿estos son los ateos?, realmente había
visto, pero sobre todo sentido la fe y la devoción en las palabras
de Teófilo, suspiró y definitivamente pensó que este era Macondo,
inmediatamente se le vinieron a la memoria las palabras del propio
Gabriel García Márquez durante la comisión de sabios con su texto
Un país al alcance de los niños:
“Esta encrucijada de destinos ha forjado una
patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única
medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en
lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un
triunfo y en la amargura de una derrota. Destruimos a los ídolos con
la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas
espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos
enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón
la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico... Por
la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el
gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor
humano sobre la desconfianza. Tenemos un amor casi irracional por la
vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir”.
Estaba sumergido en sus pensamientos cuando la voz
de Teófilo lo sacó de sus elucubraciones. – Así que está
escribiendo la historia de la UP.
– ¡Ah!, sí señor. Bueno, tanto como la historia
no, es muy presumido asumirlo así, intento apenas un acercamiento
narrativo desde fuente oral directa.
Todos se quedaron mirándolo, como si hubiera
hablado en otra lengua.
– Estoy intentando conocer algo de la UP, por eso
quiero hablar con algunas personas que saben de ese partido político.
– Y para que quiere conocer esa historia?
–preguntó Teófilo– ¿para sacar del rescoldo los dolores?,
¿para avivar rencores?, ¿o para ilusionar a la gente con que se
investigará y habrá justicia?, cuando Usté y yo sabemos que eso es
puro cuento.
Sintió como si le hubiesen dado una bofetada, eso
era lo que había querido evitar durante años, la confrontación con
las víctimas sin tener respuestas, incluso sin tener bien definida
su pregunta. Cada vez que presentaba su trabajo la principal crítica
que le hacían era que no usaba fuente oral directa, de una y otra
forma siempre explicó las razones por las cuales no lo hacía, sin
embargo ahora que se había decidido, se encontraba totalmente
desprovisto de herramientas teóricas, metodológicas, incluso
humanas para contestar a Teófilo.
– No, don Teófilo, para nada de eso, es que como
colombiano, como profesor y como persona, siento que tengo la
responsabilidad de que se conozca la historia de la UP, así como
otras historias parecidas, para que cosas tan inhumanas como las
cometidas contra esta agrupación política y otras que creyeron en
un momento dado que podían participar democráticamente en la
construcción de un nuevo país, no se repitan.
No sabía bien si su respuesta se debía a la
calentura de sus emociones o al trago hirviendo de aguadepanela que
había quemado su garganta. Teófilo guardó silencio, movió la
cabeza de un lado a otro en señal de desaprobación, las miradas de
Betty y Aparicio se cruzaron en señal de solidaridad con el
invitado, la niña ocupaba su imaginación en el momento en que
estuviera degustando el dulce de papayuela, en cambio Sandrita
permaneció en su pose, concentrada en servir los platos, no dejó
entrever ninguna reacción, la incomodidad cedió cuando Betty dijo:
– A mi si me parece importante que se conozca lo
que ha pasado, por lo menos para que no nos sigan mirando con recelo,
que sepan que somos personas comunes y corrientes, que lo que
queremos es trabajar, criar a nuestros hijos, vivir en paz; que
reconozcan que nos han criminalizado y sometido al genocidio por
haber pretendido que las cosas en el país mejoraran, que hubiera
reforma agraria, nacionalización de recursos naturales, que se
desmontaran los ejércitos privados pagados con recursos ilegales,
que los civiles fueran juzgados por civiles, en fin todo eso que
pusimos en la agenda política papá.
– Ay mija, yo no sé si usted es muy optimista o
ingenua –contestó don Aparicio–. No se acuerda que desde 1984
eso mismo se lo dijeron al Presidente de la República, a los
comandantes del ejército, al Congreso y que la Unión Patriótica
emprendió su campaña política con el permiso y las normas del
Estado, pero igual ahí mismo comenzó, o mejor, comenzamos a ser
eliminados. No se acuerda que nos mataron a dos candidatos
presidenciales, a senadores, diputados, líderes Upeistas, que además
de sus campañas políticas siempre denunciaban lo que estaba pasando
con nosotros, no se acuerda que durante siete períodos los gobiernos
no han querido reconocernos como víctimas de un genocidio. Mija no
se acuerda de todos los que han tenido que salir de sus tierras allá
en el sur, en las costas, en el centro, en el oriente, en el
occidente, en fin en todas partes, incluso que se han tenido que ir
del país; no se acuerda de los que están en las cárceles, en los
cementerios y los que no se encuentran en ninguna parte, ¿entonces
porque ahora cree que sí van a querer saber?
Los alimentos se convirtieron –por lo menos para
los adultos– en vinagre, la desazón era evidente, todos querían
terminar rápido para levantarse de sus bancas y evadir el peso
emocional, político, histórico de lo que se acababa de decir; él
por su parte, quería agradecer, despedirse, regresar pronto a su
casa y nuevamente centrarse en las fuentes escritas, aún no era el
momento de abordar las fuentes orales, él lo sabía y se reprochaba
haberse dejado tentar, ahora estaba como enconchado, no atinaba a
decir nada, ¿desde dónde dar una explicación coherente?, ¿cómo
justificar los dolores que se orientan al verbo, pero con la misma
legitimidad al silencio?, ¿acaso el silencio no era otra forma de
permanecer?
Realmente se estaba sintiendo muy mal y pensaba que
ese día ya había llegado al límite entre la teoría y la realidad,
había ido por respuestas y se había llenado de más preguntas,
quería definir variables medibles y se había topado con sentires
impensables e incalculables, había querido perfilar entradas
analíticas y sus criterios teóricos se habían puesto en
entredicho.
– Yo también quiero que se cuente mi historia
dijo Sandrita, porque solo nosotros la sabemos y creo que ya no
podemos cargarla.
Todos quedaron perplejos, jamás la habían oído
hablar así, incluso pensaron que por el trauma ella
inconscientemente había olvidado los sucesos, continuó partiendo la
papa, casi volviéndola naco para poder digerirla, no se veía
perturbada, al contrario emanaba mucha serenidad.
– Yo no sé, si esto que le voy a contar lo
escuchen los presidentes, los jueces, los políticos, y no sé si de
hacerlo les interese, pero lo que sí quiero es que otras personas
sepan que en su país suceden cosas semejantes o mucho peores que las
que ven en televisión.
Tomó suavemente la aguadepanela, recogió los
platos, dobló el mantel, se sentó nuevamente y se dispuso a contar.
– Tengo veintiséis años, desde que tenía tres
he vivido errante con mi familia, entre una huida y otra alcancé a
estudiar hasta tercero de bachillerato, no sé muy bien que es la UP,
de que se trata, como se organizó, cuáles eran sus objetivos, por
qué era peligrosa para algunos sectores, lo que sí sé porque me ha
marcado para siempre, son las consecuencias del genocidio perpetrado
contra ella.
En mis recuerdos de niña siempre está el miedo,
siempre estábamos huyendo, escondiéndonos, a veces separándonos;
en mi adolescencia todo el tiempo tuve que permanecer callada, aunque
viera injusticias, aunque me dijeran que tenía derecho a protestar,
en realidad era mejor no decir nada porque podía ponerme y ponerlos
a ellos en peligro, nos volverían a perseguir y hasta matar; en mi
juventud debía tener cuidado con quienes hablaba, con quienes me
relacionaba, todo eso era sorteable, pues no había vivido de otra
forma y pensaba que eso era natural.
Un día mi padre me invitó a la capital para que me
reuniera con otros jóvenes que vivían circunstancias semejantes a
las mías, pues se preocupaba de que yo fuera tan callada, tan
ausente, como tan triste, entonces acepté acompañarlo. Allí con
otras muchachas y muchachos hablamos e intercambiamos ideas, nos
pusimos tareas, comenzamos a comunicarnos con otros jóvenes que
estaban fuera del país, no por voluntad sino por obligación;
alcancé a ir como cinco veces, la última vez mi padre me acompañó
pues aprovecharía para hacerse un chequeo médico. Estábamos en
plena reunión cuando de repente se sintió una explosión, la sede
en donde estábamos había sido atacada por bombas a plena luz del
día, muchos jóvenes murieron allí, otros quedamos heridos, nos
sacaron y en vez de llevarnos a
un hospital nos trasladaron a lugares oscuros, nos
hicieron muchas cosas malas, a mí me reventaron la boca, me tumbaron
los dientes, me fracturaron la mandíbula, por eso soy así, y
también me forzaron; cuando por fin, luego de tanto denunciar una
organización de Derechos Humanos logró nuestra liberación, la
justificación para tanto atropello fue que éramos terroristas, que
nuestras reuniones eran clandestinas y peligrosas, que hubo la
necesidad de bombardearnos porque teníamos armas sofisticadas.
Quisimos denunciar pero las autoridades pedían pruebas, las
preguntas que nos hacían eran verdaderos interrogatorios y de ser
víctimas nos convertíamos en victimarios; nos cansamos y decidimos
volvernos para la casa y dejar eso así, pasados los meses me comencé
a sentir mal y cuando fui al médico me enteré que estaba
embarazada, esta es mi niña, María Eugenia. Una niña hija de la
guerra, pero una niña que yo aspiro, pueda vivir en paz. Por eso
señor, si mi historia sirve para que esto cambie, cuéntela y sígala
contando hasta donde sea posible, hasta donde sea necesario.
Sandrita se levantó pausadamente, caminó derecha,
se lavó la cara, cogió la niña, le dio un beso en la frente y le
dijo que la amaba, salió de la casa, se paró en la huerta junto a
la rosa amarilla y dejó que la lluvia la mojara completamente, como
si quisiera lavar su historia, enjuagar sus recuerdos, quitarse de
encima una suciedad que le había sido impuesta, arrancarse sus
propias espinas, quería purificarse y volver a florecer.
Ante tantos datos, la fuerza de los testimonios, lo
denso de la historia, él no atinó a escribir nada, fotografiar
nada, preguntar nada; recibió esta vez –sin pensarlo dos veces–
un tinto, recogió su maletín que solo había abierto para sacar sus
libros y volverlos a guardar rápidamente, se despidió de todos y
comenzó a caminar hacia la carretera, pensando ahora en ese artículo
tan interesante de Arne Johan, Vetlesen, La imparcialidad y el mal,
respecto de las consideraciones sobre el genocidio Bosnio, recitó
mentalmente pero de memoria algunas afirmaciones que le llamaban la
atención:
“… El mal no pertenece al domino del
pensamiento. El mal no degenera en abstracción, no se materializa
como abstracción. El mal es algo concreto. Su presencia en el mundo
pertenece a la experiencia. Lo que sabemos del mal, lo sabemos desde
la experiencia. En cuanto que experiencial, el mal posee la forma del
sufrimiento […] la víctima es la única que, sin distorsión
ideológica o autoengaño psicológico, conoce la realidad del mal,
es decir, aquello que el mal aporta como experiencia, como
sufrimiento. De hecho, la víctima es una fuente absolutamente
privilegiada para cualquier tipo de comprensión del
mal […] El pecado capital no es el sadismo, sino la indiferencia
–la incapacidad de sentirse en la piel del otro– o, al menos,
éste parece ser el caso del mal genocida…”
Seguía pensando cómo iba a desarrollar estas
ideas, ahora que había visto materialmente y en concreto el mal en
una familia que toda es víctima del genocidio contra la UP, pero
donde cada uno de sus miembros tiene su propia experiencia del mal,
esto indudablemente ampliaba la discusión sobre una posible Ley de
Víctimas, necesariamente repercutía en lo que se pudiera llegar a
decir de reparación integral, porque claro que ésta debe ser
integral para el grupo, pero también para cada individuo, seguía
tejiendo sus ideas cuando de pronto escuchó la voz de don Aparicio:
– Hombre, hombre… espere le digo unas palabras…
casi que no lo alcanzo, que pena con usté, hoy todo fue como de
locos, pero quiero decirle que vuelva por acá y conversamos, de
pronto en otra oportunidad le pueda acabar de contar la historia de
la rosa que apenas pude comenzar.
– Gracias don Aparicio, hasta la vuelta.
Se estrecharon las manos, se miraron a los ojos como
sellando un compromiso y se despidieron con un ¡hasta pronto!
Mientras subía al bus se le antojó una imagen, la
rosa amarilla que abría sus pétalos y cantaba yo te daré, te daré
niña hermosa, te daré una rosa, una rosa llamada UP. Sus labios
dibujaron una sonrisa de optimismo.
Lo que nunca supuso el profe, es que esta historia
quedaría inconclusa. Ojalá que alguien se atreva a rescatarla del
olvido, para que tanto él como las víctimas a quienes siempre trató
de devolver sus nombres, sigan viviendo en la memoria de quienes les
han profesado su amor, respeto y cariño.